martes, 21 de julio de 2009

A EUMEO


Yo estaba en una terminal de autobuses esperando a que llegara la hora de que saliera mi corrida. Me fastidia volver a mi ciudad natal. Abrí La Odisea. Ya hacía muchos años que había leído La Ilíada en un afán casi esnob de asegurarme de que, por lo menos, había leído una de las dos obras homéricas que luego me fue dicho que son los pilares de la literatura occidental. (Cabe aquí la nota: hasta que uno las lee, se entera de verdad por qué diablos son tan “importantes”; casi todo lo escrito ya parece estar prefigurado allí). Tenía a la izquierda a una mujer medianamente linda y me imaginé varias veces cómo le podría hacer para acercarme a ella. Pero el pobre de Telémaco buscaba a su padre en las noticias de Menelao mientras Helena se llamaba “Perra” y me pareció una injusticia desoír sus infortunios por procurarme esos dos minutos del dudoso placer que brinda abordar a una mujer desconocida en una terminal de autobuses. Alguna vez lo hice: una ucraniana a la que nunca he vuelto a ver y que rompía la regla de las mujeres de su país: no era increíblemente hermosa, tan sólo era sobrecogedora.

A esta mujer ucraniana le conté una o dos de mis memorias, para hacer plática mientras salían nuestras corridas. Le hablé de algunos pasajes de mi infancia tan poco colorida y de una que otra aventura de la universidad, tergiversada hasta la calidad épica. Cuando llegó el momento de hablar sobre qué carajos hacía yo allá en Barcelona, me dio vergüenza contarle la verdad de mi viaje y creo que le solté una mentira muy idiota que debió decepcionarla. Me dio su correo electrónico para encontrarnos en Madrid (si algún día iba para allá) y aún lo conservo, pero no recuerdo el nombre de ella, ni tampoco le he escrito jamás.

Cuando llegué a este punto del recuerdo, el camión de esta nueva chica de terminal estaba a punto de partir. Ella se fue arrastrando sus maletas hacia un destino que supuse era Acapulco, dejando tras de sí el olor de su pantalón blanco que traslucía prendas interiores de muy limitada sensualidad. A ella tampoco espero volverla a ver. Luego viajé y me quedé dormido. Soñé que el camión se estrellaba y cuando desperté el conductor se fumaba un cigarrillo escuchando a Joan Sebastian. Cuando llegué a mi ciudad natal, después de una ausencia prolongada, le conté a mis amigos algunas de mis andanzas por acá, tan lejos. No conté las cosas como sucedieron. Algunos de los que fueron mis interlocutores sonrieron al oír que las cosas marchan bien. También me encontré con algunas rencillas amorosas de antaño (es decir, una mujer ojiverde más linda que Penélope me reprochaba con la mirada que yo tuviera una vida nueva y diferente. Durante algunos meses, ella se dedicó a esperar a que yo volviera y mientras hacía esto, confeccionaba con sus manitas delgadas y habilísimas bisutería para vender en modestas tiendas de modas. Mientras todo esto ocurrió, la liga entre nosotros decayó hasta olvidarnos de quién era en realidad el enamorado que vivía lejos. No pudimos mantenernos vivos uno en la memoria del otro y al final llegó la traición involuntaria que da el olvido y el salir de un salto fuera de ese hoyo con el que tropiezan los que caen enamorados. En parte por esto, censuré y tergiversé buena parte de mis historias nuevas: por temor a revelarme como yo mismo, un yo distinto, frente a ella).

Luego, la noche de esa noche triste en que volví, leí sobre un hombre anciano que cena con un porquerizo y le remite un periplo fascinante, pero falso.

Tuve una novia en la universidad y de verdad la quise mucho. No puedo decir que fuimos los mejores enamorados, pero sí hemos sido amigos por muchos años. Tantos, que es imposible, no, innecesario mentirnos a la cara. Ella vivía en un pueblo de Michoacán que está algo extraviado en la geografía regional y una vez le escribí un cuento sobre un viaje ficticio que hacía a ese lugar. Ella rompió en cólera cuando lo leyó pues el retrato de su pueblo le pareció muy ofensivo. Debía serlo, yo no lo conocí jamás pero me imaginé una tierra indómita en donde la gente se bate a tiros a la menor provocación y beben siempre tequila.
El viejo le cuenta al porquerizo sobre un viaje que resulta mal. Un viaje de vuelta a la isla de Creta en el que los dioses y las extrañas voluntades de los hombres lo truecan todo y lo llevan irreductiblemente a la tragedia. El porquerizo sonríe y bebe el vino mientras escucha la historia atentamente. El viejo es engañado una y otra vez en su periplo como si las audacias de los otros hombres estuvieran destinadas a obrar siempre en contra de él. Al igual que Odiseo, el viejo navega sobre una barca que es destruida por el blanco rayo de Zeus tempestuoso y luego se ciñe a un mástil que lo hace derivar por días hasta que la buena voluntad de los hombres de un reino distante lo lleva hasta Ítaca, donde el porquerizo aún escucha la historia y ensalza su habilidad para contarla.
Ese anciano que cuenta una historia de un viaje de penurias es el divino Odiseo, a quien Palas Atenea le ha prohibido que se revele ante los habitantes de su tierra patria. Odiseo hace entonces lo que cualquier contador de historias hará desde entonces: cambia los nombres y lugares pero cuenta esencialmente lo mismo. Y es lo que se ha venido haciendo desde que los múltiples Homeros de la historia lanzaron al viento las rapsodias donde se cantan (oh, Musa) la cólera del Pélida Aquiles y la historia de aquél hombre ingenioso que vagó buscando regresar a la tierra de su patria. Un contador de historias, luego se lo leí a Samperio o a Piglia, debe ser, ante todo, un tipo que no te aburra y alguien que sepa mentir. Porque no se cuentan las cosas que en realidad pasaron ni siquiera cuando se cuentan las cosas que en realidad pasaron. A veces, una historia de las Mil y Una Noches se cuela en la Odisea y yo veo a Simbad cegando a un cíclope mientras Odiseo le da vueltas al madero montado sobre Polifemo. Veo a una mujer ucraniana cuando se ha tratado de una oriunda de Queréndaro o hablo de un pueblo oloroso a acémilas regando estiércol cuando cada calle del lugar estaba pavimentada. Y la Musa canta (yo debería aprender a repetir su canto sin joderme a nadie). Y uno se bebe el vino del porquerizo y se va a dormir pensando en que tal vez la historia de aquél que buscaba volver a Creta sería una buena historia que contar y que ojalá alguien lo haga. Tanto como la de un hombre ingenioso (cuyas audacias le acercaron la tragedia a muchos hombres) que busca volver a casa mientras su mujer se entretiene en labores con sus manos delgadas y habilísimas mientras lo espera y se pregunta si no se habrá ya cometido esa traición involuntaria que es la del olvido. (Sobre el pozo con el que tropiezan los que caen enamorador, no hay mucho qué decir. Es una zanja larga al lado del camino de ida y de regreso).

martes, 7 de julio de 2009

SMART IS THE NEW SEXY

A veces, lo malo de no tener tele en casa es que cuando uno se encuentra con un televisor no puede dejar de verlo. En mi adolescencia yo consumía ondas hertzianas por montones: me alcancé a tirar hasta diez o doce horas de televisión ininterrumpida varias veces por semana. Hace varios meses me mudé fuera de la casa de mis padres y dejé tras de mí una televisión de 21 pulgadas y miré una prestada de las mismas dimensiones. Antes de que mi ex compañero de cuarto reclamara la posesión de su televisión, me tiraba la tarde del domingo entera viendo las repeticiones de las series de la semana. Esos breves rituales que me llevaban a los días en que yo era fan de hueso colorado de los Expedientes Secretos X.

Muy a pesar de mis fantasías, Mulder y Scully tardaron años en darse ya no digamos un besito, sino tirarse una encamada como Dios manda. Me desesperaba que tanto Mulder como Scully tuvieran respuestas sesudas para todo menos para responder por qué diablos no buscaban en el amor un consuelo a la inminencia de la invasión extraterrestre. Como un par de nerds atascados en la vida laboral de una oficina de gobierno, ellos se miraban a dos pasos del faje en el cuarto de las copiadoras, pero resolvían viajar a Tunguska, en Siberia, para investigar a reos que eran infectados con el “cáncer negro” o decidían escribir un reporte para el director adjunto Skinner, que nunca les creía un rábano.

Una sensación similar me llegó un día viendo CSI. En CSI, Gil Grissom camina con las rodillas juntas y da pasos cortos. Nunca desenfunda. Una vez le apuntaron con una pistola y el tipo se cubrió la cara en un ademán casi mujeril. Parecería que se trata de un nuevo Sherlock Holmes que suma el amplio conocimiento científico a la capacidad deductiva, pero esta afirmación estaría sobrada. Él dirige a los investigadores forenses del Departamento de Policía de Las Vegas y, a diferencia de Holmes, es incapaz de soltar un golpe o disparar un arma (Holmes era un pugilista muy hábil y un esgrimista envidable). Más aún, Grissom es incapaz de conectarse completamente a nivel emocional con sus colaboradores. En un capítulo memorable, Sarah Sidle (que después sería su queridita, cuando la serie perdió mucho de su empuje) le dice que desearía ser como él: incapaz de sentir algo. En esta serie ese elemento entre sexual y emotivo entre Grissom y Sidle se alcanza a desdibujar en parte porque ninguno de los involucrados está en las más gratas condiciones físicas, y en parte porque hay mucho movimiento alrededor. Pero se quieren y tardan años en decírselo, ah, par de nerds feítos.

No son como el Patrick Jane de la serie The Mentalist y su sonrisa seductora que hace que ocasionalmente Teresa Lisbon (la agente senior del grupo que lo trae de consultor) se derrita en una risita de colegiala pasada de los treinta. Jane es un ex psíquico de tele muy afamado al que un asesino serial le mata a la esposa y a la hija y, de paso, le tumba el teatro de poder hablar con los muertos y leer las mentes, un teatro que está montado sobre conocimientos profundísimos de psicologías diversas. Llevado a un lugar muy cercano al deschavetamiento, Jane duerme solo en su casa sin muebles bajo la cara sonriente (la firma del asesino) pintada con la sangre de su mujer encima de un colchón que yace en el suelo. Nunca se cambia de zapatos y se burla del equipo de investigación que lo usa de consultor. La realidad es que él los usa para matar el tiempo mientras tiene la oportunidad de matar a su enemigo y completar su venganza. También está trabado emocionalmente. Llora en silencio y seduce a gritos a los montones de damas que se le atraviesan, aunque nunca consuma las negociaciones. Lisbon le hace ojos algo celosos y uno supone que tarde que temprano, la chica ha de caer, si él logra leer su propia mente y entender qué es lo que ocurre en lugar de dar una explicación que incluya la palabra “endorfinas”. Es un tipo sencillamente genial que estira las reglas con su intelecto hiperflexible. A ratos recuerda al internista Dr. House que tiene como únicos propósitos en la vida fastidiar a todos y ganarle batallas a enfermedades elusivas. La serie Dr. House lleva al extremo eso que uno piensa alguna vez cuando la gripe no quiere ceder “¿Qué será lo que tengo?”. El internista no acepta perder una batalla con la enfermedad pero no tiene problemas con perder un paciente o perder un amigo. Tal vez su único problema es que nunca volverá a levantarse de la cama de la Dra. Cuddy o que su ex chalán el Dr. Chase sea el objeto amoroso de aquella doctorcita Cameron que también estuvo bajo su mando y bajo su encanto, aunque brevemente.

¡Oh, qué suerte la de los nerds! Ese eterno postergar la relación afectiva aduce a razones de estancamiento emocional bastante básicas. Es por ello, que el objeto del deseo está cerca y lejos a la vez. Unas veces hay palabras como preámbulos amorosos y otras veces triángulos histéricos. Todos estos ejemplos me llevan a pensar en qué se pregunta el guionista de la serie. Sin duda, busca postergar el cumplimiento de los afectos. En una época en la que se ha probado y comprobado que ya no hace falta estar sobradamente mamey para lograr ensabanar a una mujer, los otros atributos de los hombres y de las mujeres tienen que entrar al juego para enamorarnos a nosotros, los que miramos del otro lado de la pantalla. ¿Por qué si no podría un nerd ser la estrella de un programa? A veces me miro en Chuck Bartowski (de la serie Chuck) que es un nerd metido a fuerzas a un trabajo de superagente. El tipo no puede sujetar una pistola sin temblar ni volver su mano un puño. A pesar de estas carencias, puede evaluar una estrategia de combate para Call of Dutty de Xbox 360 y lograr que su agente de la CIA, Sarah Walker, se muerda un labio inferior de su cara perfecta al mirarlo a los ojos y arriesgue la chamba por sacarlo de un apuro. Chuck lo puede todo, menos quedarse con la mujer. El destino o su incapacidad (más veces el destino) lo interrumpen.

Como a Bones y a Booth de la serie Bones. No es casualidad que una serie de Fox repita la fórmula de la pareja que investiga crímenes y que entre las viscosidades de un cadáver cruzan las miradas para sonreírse o se rozan las manos por error hablando de un desmembramiento. Aquí vale un comentario que me parece que es el germen de otra serie, la mejor de todas. De cuando en cuando, Booth y Bones discuten sobre la religión, el amor, la monogamia, la amistad y otros conceptos que hacen humano al humano. Bones no puede comprenderlos (o finge no hacerlo) y en lugar de dar una razón, suelta verborrea científica a mansalva que llega al punto de lo ridículo. Booth debe haber dudado alguna vez entre golpearla por tarada emocional o besarla por el puro gusto de interrumpir así a una mujer linda que habla sin parar.

Este humor involuntario de los diálogos, lleva al pináculo del nerd como efigie de una era fascinada con la cantidad de información: The Big Bang Theory. Leonard y Sheldon son doctores en Física que viven frente en el departamento de enfrente de Penny, una mesera/aspirante a actriz de excelentes atributos. Bien podría decirse que es una “all american girl” por no decir que es una gringuita regular cuyo principal atributo es su cuerpo bronceado. Leonard está enamorado de Penny y Sheldon no entienda nada que no venga en un libro de ciencia. Sus dos amigos, Raj y Howard, terminan de escindir el gran concepto del nerd en otros subconceptos fácilmente observables y el grupo es cohesionado por las manías que todos ellos comparten: las historietas, los juegos de video, la ciencia y la frustración sexual/emocional. Del mismo modo que Bones se trata de explicar, Sheldon trata de entender a la raza humana. Leonard, como un Chuck Bartowski, se enamora de la rubia pero no logra hacerla caer. Howard, al igual que Mulder, tiene una afición por la pornografía y Raj, como Patrick Jane, logra seducir a las mujeres (Raj, sin embargo, necesita estar cuando menos moderadamente ebrio, pero es curioso ver como rara vez falla).

Parece que nos preocupamos tanto por construir al nerd en la pantalla que se quedó de lado el protomacho. Si acaso la sátira es la mejor manera de desmitificar lo que se encuentra sobre los pedestales de cada época, The Big Bang Theory desacraliza aquello de lo que más orgullosos estamos: la información y la ciencia. En todas las series, esta desacralización (ya voluntaria, ya involuntaria) se logra poniendo como contrapartida a ese ente que se encuentra del otro lado del espectro y del otro lado de la pantalla: el tipo regular que, como yo, encuentra problemas para apagar el televisor. Y estos nerds patéticos que nunca logran su cometido a veces cometen errores al citar la saga de Batman, hacen citas innecesarias de William Shakespeare o usan términos inapropiados para los juegos de video. Y yo los noto.

“Smart is the new sexy” dice en la cubierta de la primera temporada de The Big Bang Theory (en el capítulo de la cita, un geniecillo coreano de quince años logra ligar mientras los nerds centrales se preguntan cómo lo hizo) y uno piensa en Dana Scully haciendo una autopsia, en Grissom y sus insectos, en House y sus pacientes, en Bones y los huesos, en Chuck y su gafete de identificación, en Leonard lamiendo el cuello de Penny y tomando un trago de tequila solo para ser corrido a gritos del departamento y de la cama por hacer un análisis freudiano de lo que allí está ocurriendo. Smart is the new sexy pero tan sólo en la televisión y en el clímax de un episodio antes de que llegue otro caso por resolver o una jugarreta del destino trueque los caminos de un hombre y una mujer que no pueden (quieren, se deciden, logran, entienden que quieren) estar juntos (Ross Geller y Rachel Green). Se viene abajo el mito de la inteligencia y de la ciencia y todas las tecnologías. Volvemos a square one, cuando a Mulder le presentan a Scully y detrás de él, hay un cartel que dice “I want to believe”.
Nota mental: comprar una televisión. ¡Cómo la extraño!

lunes, 29 de junio de 2009

LA MEMORIA DEL SALMÓN



Una vez, en Jalisco, un amigo me dio un aventón al hotel donde me estaba quedando. Traía a Calamaro en el carro, creo que era el disco de Alta Suciedad. Yo no conocía más que una o dos canciones de él y, en realidad, las conocía nada más por la radio o por la casualidad. Con el corazón despedazado, había visto una película argentina más triste que un tango en la que aparecía una canción de Calamaro en el soudtrack, la de “Crímenes Perfectos”. Me la aprendí en la guitarra y la canté mucho, mucho tiempo. Le comenté este incidente algo penoso a mi amigo y él buscó la canción y la escuchamos. Nos quedamos un buen rato platicando ahí en el carro sobre la música del tipo y sobre todo de sus letras. Con algo de miedo, entré a la conversación y digo “miedo” porque regularmente fracaso cuando tengo que emitir alguna apreciación sobre poesía. Muy a pesar de mis esfuerzos y mis emociones, mis comentarios nunca pasan de “Me gusta”/”No me gusta”. Una vez, una amiga leyó en una clase “Besos” de Tomás Segovia y nada más dije eso: “Me gusta”, pero quería tirarme a llorar ahí mismo porque cuando una mujer se encendía como una farola y flotaba locamente en la noche, yo comprendí que en ese mismo instante había dejado de amar a la mujer que entonces era mi mujer y que ya nunca más lo sería.

Calamaro no tuvo exactamente ese efecto aquella vez que escuché “Crímenes Perfectos”. El efecto fue menos devastador porque de cualquier manera mi edificio ya estaba demolido. En todo caso, tuvo un efecto realmente constructivo porque la terapia de cantar tanta tristeza mierdera me acercó a una o a dos chicas de los más altos estándares de calidad estética que se enamoraron de un hombre con una guitarra prestada y una canción que no era suya. En sus manos encontré algunas piezas de aquello que había perdido antes aunque la parte central, la piedra filosofal que yo alguna vez tuve, nunca la he vuelto a encontrar. Y he buscado por kilómetros de piel.

Calamaro, según mi cuate jalisquillo, tiene el gran toque de ser poco pretencioso como poeta, suponiendo, claro, que al tipo le cuadre la etiqueta de poeta. Luego los amantes de la poesía dicen que todo compositor es un poeta que acompaña sus letras con música. Los músicos, que son equiparables en cabronería con los poetas, dicen que los poetas componen canciones pero son muy pendejos como para ponerles música. Yo prefiero no debatirme entre uno y otro arte. Lo más triste de mi caso es que la mayor parte de mis conocimientos (aún empíricos) de poesía provienen más de las canciones que de los poemas. Si alguien duda o tiene algún escrúpulo al respecto, ponga la canción de Sabina que tenga más a mano y luego comprenderá a qué me refiero. En caso de que aún piense que estoy equivocado, coja una botella y un disco de José Alfredo: la verdad aún flotará cuando usted ya se haya desplomado.

Además de la nota sobre la poética de Calamaro, mi amigo también me contó la historia del disco quíntuple de El Salmón. No me he dado a la tarea de buscar la historia real de cómo ocurrieron las cosas porque la historia estuvo tan bien contada que cualquier embadurnamiento de realidad le partiría el crisma. Me quedo con mi versión apócrifa, que es la misma que yo he contado después a las generaciones tras de mí. El Salmón.

Esta forma de volverse mito me hizo pensar también en cómo y por qué diablos los escritores no alcanzan casi nunca el status de rockstar de los músicos. Mientras iba de camino al Auditorio Siglo XXI me cayó una lluvia de terror y me dio una envidia profunda un tipo como Calamaro, que congrega multitudes y que escucha a la gente corear a todo pulmón eso que él escribió en el silencio de un estudio o que garrapateó en una servilleta. Pensé que tal vez la literatura pierde frente a la música cuando se trata del impacto del momento, pero también pensé en Segovia y concluí que no, que no es por eso que los escritores no son rockstars. Luego pensé en Julio Cortázar y sus días de fama en París; también pensé en Carlos Fuentes cobrando por asistir a su propio homenaje y concluí que el rockstar se hace a sí mismo, no tiene que ver con la música o la literatura.

Salí del concierto del Salmón un poco menos ignorante de lo que entré. Por lo menos, pude corear “La parte de adelante” y un pedazo de “Paloma”. Frente a mí una mujer de linda silueta en blusa de tirantes y poseedora también de una nariz muy pronunciada a contra luz, bailaba cantando “Elvis está vivo”. He tenido que buscar la canción en internet para ver de qué diablos va porque me la perdí por completo mirándola bailar y levantar los brazos. Una buena parte del concierto, para mí, fue ese momento. También fue el momento en el que marqué a una mujer de antaño para que escuchara conmigo “Crímenes Perfectos” y me bebí todo mi dinero en un vaso desechable de cerveza pensando en nuestro brevísimo tiempo juntos y felices: el tiempo exacto que duró bailar un tango tan triste como una película argentina.
Tuve que caminar a mi casa y ahí le marqué a la responsable de que pudiera asistir al concierto muy a pesar de mis limitaciones económicas. Le di las gracias con efusividad sobrada y me dio mucho gusto que tomara mi llamada, a pesar de que los dos sabemos que ya no es momento de contarnos cuanta madre por teléfono. Hace meses, la besaba, la besaba, la besaba hasta encenderla a toda ella. Ahora, ya no es mi mujer ni lo será nunca más porque dejé de amarla en un poema de Tomás Segovia y pensé que podría recuperarla como a una canción de Calamaro.
Pero ella ya es inmune a mí.

Vi algunos de los videos que tomé del concierto. Están terriblemente fuera de foco y el audio no se entiende un carajo. Lo peor: hay una silueta que baila “Elvis está vivo” a la que no se le puede mirar la blusa de tirantes blancos ni la nariz a contraluz. Sólo queda recordarla con una canción y esperarla a ver si vuelve con algún poema.

Amanecí muy crudo y a Calamaro le robaron su laptop. Hay un precio a pagar por las buenas memorias. Creo que a mí me salió más barato.

lunes, 22 de junio de 2009

LA POETICA ESQUIVA

Antes yo escribía cuentos, pero leía nada más novelas. Creo que tan sólo había leído las Narraciones Extraordinarias de Poe y algunos relatos de Kafka, como El Artista del Hambre. Esto me hace sonar tristemente similar a un estudiante de Letras, sólo la realidad de que nunca lo fui más allá de un semestre me quita el asco de la boca. Luego me tocó chutarme más a huevo que de ganas los cuentos del Llano en Llamas y mire usted mi estupidez (que se me habría quitado parcialmente si hubiera estudiado Letras) hasta entonces me di cuenta de que el cuento era un género en sí mismo y no una especie de subproducto anormal y deleznable de la novela.
Si acaso me leí el Llano en Llamas fue porque venía pegado con Pedro Páramo en una edición que mi abuela tenía en altísima estima, entonces, se me hacía una descortesía mayúscula no leerlo de cubierta a cubierta. Curiosamente, ahí me encontré el cuento de Macario que nos había dejado de tarea un profesor de Español en la secundaria. Ya vuelto a leer, me pareció que le había pegado a una veta grande, una maravilla. Lo mismo me pasó muchos años después con el cuento de Cortázar en el que a un señor se le caen unos lentes: yo lo había leído en la primaria en un libro de texto gratuito de esos que se hacían con el mismo papel con el que se envolvían las tortillas allá en los mugrosos años ochenta, una década alejada por completo, ya no digamos del glamour, sino de la más mínima decencia (acuérdense de Miguel de la Madrid y de Alaska y Dinarama, para que mi tesis se vea sustentada).
A Cortázar yo lo había leído poco. Rayuela, en novela y Alguien que anda por ahí, una antología de cuentos suyos en la que figuraba un cuento que me pareció pésimo sobre una mujer que se coge a un gondolero de Venecia. Pero ese cuentito de los lentes que está en Historias de Cronopios y de Famas me hizo recordar que, en efecto, yo había leído más cuento del que recordaba. En parte, otra vez, por mi abuela. Ella hablaba con una fascinación muy curiosa sobre Octavio Paz y sobre Juan José Arreola (también de Hemingway, pero esa, es otra historia). Al parecer, ambos eran estrellas de Televisa en un tiempo en que la televisión era el objeto de devoción que ahora es el Internet. Por su causa y por su culpa, me compré un libro de cuentos del tal Arreola y me gustó bastante. También lo leí porque alguien me había hablado de Borges y esa misma persona olvidada me contó que Borges pensaba en Arreola como un gran cuentista. Luego siguió la cosa por Horacio Quiroga y por antologías de diversos calibres. (Aquí incluyo una confesión que no me avergüenza: nunca me he leído un cuento de Chejov ni de ningún ruso, para este caso). Pero lo que más curioso me pareció, ya después de algunos añitos de leer más y escribir con menos frenetismo, era que muchos de los escritores de cuento por antonomasia se dedicaron también a comentar sobre el cuento. Esto me llevó a pensar que, quizás igual que a mí, el cuento les parecía un subproducto anormal y deleznable de la novela, entonces, tenían que justificar por qué cabrones habían escrito tantos cuentos. Ya después, en largas pláticas con algunos que sí habían estudiado Letras, me di cuenta de que todo esto se llamaba hacer Poética (un término que, a la fecha, escapa a mis facultades de comprensión, como también escapan Entropía y Self-Branding) y que los poetas también lo hacían. Más aún, lo más gozoso de todos estos Decálogos y Comentarios que a veces me echo para matar el tiempo en lo que se descargan mis videos del youtube, fue darme cuenta de que muchas veces la gente acaba hecha pelotas en sus propias poéticas y que esto no es por falta de conocimiento, sino porque, al final, de veras uno no acaba sabiendo bien a bien por qué unos poemas, cuentos o novelas funcionan y otros no. Muy a pesar de lo que digan aquellos que tuvieron el valor de darme clases de Literatura en la prepa y de lo que sustenten algunos de los egresados de Letras, yo sí creo que hay algo que siempre queda por decir y que uno no sabe qué carajo es. (Aquí llego al punto obligado que uno de esos diablillos me advirtió que llegaría: “Harás poética”, me dijo, y yo me reí mucho).
Actualmente volví a escribir cuento después de muchos viajes por otras artes. Quise componer canciones, pero todo lo que escribía sonaba a Shakira, Jeans o Arjona. Entonces lancé la guitarra muy lejos y traté de recobrar el arte perdido de hacer poemas con peores resultados. (Una ex novia mía aseguró que mis poemas requería de una traducción al margen, tan malos eran. Nunca más he vuelto a escribir un verso y me da un orgullo enorme). También pensé en escribir esa especie de subgénero inestable como nitroglicerina que es el ensayo, aunque entonces yo no sabía que tuviera un nombre. (El resultado son estas líneas rayanas en el idiotismo que usted lee). Así que volví al cuento.
Una chica me sugirió que escribiera novela, pero dejé la sugerencia en “veremos” porque la misma chica me sugirió que nos fuéramos a vivir juntos a París. O sea que no todas sus ideas eran brillantes, aunque sí muy bien intencionadas. El tiempo lo dirá.
Cerraré esta entrada ahora mismo, pues creo que me he salvado, por los pelos, de hacer algún tipo de poética. Bendito sea Dios.

domingo, 21 de junio de 2009

SOBRE LA MUERTE DE CYPHER




Admiro, y de verdad que los admiro mucho, a los teóricos. Los admiro sobre todo porque ellos no intuyen nada, sino que lo leen todo. Seguramente todos han estado tomándose un café con alguien y luego un tercero (o un cuarto, porque hay mesas que sí tienden a llenarse, yo tiendo a hacer que la gente salga corriendo) lanza el título de un libro y luego de otro y otro más. Entonces uno no puede más que poner cara de entendido y dice lo que le han dicho sobre el libro, aclarando, por supuesto, que sólo lo hojeó o lo vio citado en algún otro lugar, lo que muchas veces (en mi caso) es una mentira gorda. Pero el otro tipo de la mesa lo leyó (o los leyó) varias veces e incluso puede citarlos.

Esto me pasa sobre todo con libros teóricos. Quizás por eso nunca he logrado escribir ensayos rigurosos con decencia y mis breves intentos en ese género tienen más citas de la Biblia y de algunas películas que de cualquier otra fuente (lo escribiré aunque el término me dé náuseas) académica. A ratos he picoteado en volúmenes de filosofía, pero no muy profundamente. Creo que he intentado leer “Las palabras y las cosas” de Foucault como ocho veces pero me río cuando cita a Borges y luego me duermo profundamente soñando con el Diccionario Chino o con lo último que había visto en la televisión. Creo que eso es, además de otros defectos de personalidad, lo que me hace responder con una estupidez ejemplar a las preguntas que me han hecho cuando se me ha ocurrido la idea igual de estúpida de decir que escribo. “¿Te parece que está dentro del deber ser del cuento actual el anticlimatismo?” Bueno, yo no sabía que los cuentos actuales eran anticlimáticos (además, apenas estoy seguro de qué es ser anticlimático, creo que el término lo leí en una revista literaria, pero no lo recuerdo muy bien). Otra vez oí que la gente hablaba de que la literatura contemporánea rompe con la literariedad de la obra y el procesador de palabras en mi cabeza subrayó el término con rojo. Yo me quedé callado hasta que alguien habló de lo que había en el cine o de series de la televisión, entonces imité la voz de Rocky Balboa y me aceptaron de nuevo en la conversación.

Hasta aquí parecería que me estoy vendiendo barato. Es más accesible para mí mostrarme como un perfecto pelmazo y reducir toda posibilidad de generar expectativa porque si hiciera lo contrario me costaría mucho trabajo no decepcionar a la gente. Claro que leo. Leo menos de lo que quisiera, pero leo. Es sólo que leo ficción: cuentos y novelas. Así aprendí a escribir: imitando las historias que me gustaban más y luego leyéndolas para ver por qué diablos yo no podía contar una Metamorfosis como Kafka a pesar de que los dos hubiéramos convertido al personaje en bicho. Asesiné a mis personajes durante años, pero nunca conseguí los efectos de Shakespeare. Lo que en él parecía una genialidad en mí parece un recurso facilón y bastante flojo. Sin embargo, aprendí a convertir a los personajes en bichos y también a matarlos. Algo gané. En términos teóricos no sé qué diablos significa eso, pero en términos prácticos significa que una vez que la suerte está echada no hay modo de caminar hacia atrás porque en la vida como en la literatura hay cosas irreversibles como la transformación o la muerte.

Una vez hablábamos de esta y otras cosas con un camarada. Él dijo que tenía más libros de teoría que de ficción o de poesía en su casa. En pocas o más palabras, él dejó de acercarse a la literatura con inocencia y luego dio un ejemplo que me hizo reír mucho: dijo que, como en la película Matrix, él ya sólo veía el código, es decir, el modo en que estaba armada la historia y eso hacía que no pudiera sorprenderse. Pensé en eso muchas veces. Sobre todo porque en las secuelas de Matrix, se ve clarito que Neo también ve el código, pero igual no deja de abrazar el cadáver de Trinity para devolverle la vida y sigue haciendo cara de esfuerzo y de dolor cuando el Smith le patea el cráneo. Lo que quiero decir es que no me molesta que, de cuando en cuando, uno pueda ver el código. Lo molesto en verdad sería que uno dejara de sorprenderse o de reaccionar a él.

Un comentario más. El tipo que dice ver el código en la primera película, lo dice con una cara de aburrido que no puede con ella. Ese tipo es el mismo que, eventualmente, se convierte en el traidor.