lunes, 29 de junio de 2009

LA MEMORIA DEL SALMÓN



Una vez, en Jalisco, un amigo me dio un aventón al hotel donde me estaba quedando. Traía a Calamaro en el carro, creo que era el disco de Alta Suciedad. Yo no conocía más que una o dos canciones de él y, en realidad, las conocía nada más por la radio o por la casualidad. Con el corazón despedazado, había visto una película argentina más triste que un tango en la que aparecía una canción de Calamaro en el soudtrack, la de “Crímenes Perfectos”. Me la aprendí en la guitarra y la canté mucho, mucho tiempo. Le comenté este incidente algo penoso a mi amigo y él buscó la canción y la escuchamos. Nos quedamos un buen rato platicando ahí en el carro sobre la música del tipo y sobre todo de sus letras. Con algo de miedo, entré a la conversación y digo “miedo” porque regularmente fracaso cuando tengo que emitir alguna apreciación sobre poesía. Muy a pesar de mis esfuerzos y mis emociones, mis comentarios nunca pasan de “Me gusta”/”No me gusta”. Una vez, una amiga leyó en una clase “Besos” de Tomás Segovia y nada más dije eso: “Me gusta”, pero quería tirarme a llorar ahí mismo porque cuando una mujer se encendía como una farola y flotaba locamente en la noche, yo comprendí que en ese mismo instante había dejado de amar a la mujer que entonces era mi mujer y que ya nunca más lo sería.

Calamaro no tuvo exactamente ese efecto aquella vez que escuché “Crímenes Perfectos”. El efecto fue menos devastador porque de cualquier manera mi edificio ya estaba demolido. En todo caso, tuvo un efecto realmente constructivo porque la terapia de cantar tanta tristeza mierdera me acercó a una o a dos chicas de los más altos estándares de calidad estética que se enamoraron de un hombre con una guitarra prestada y una canción que no era suya. En sus manos encontré algunas piezas de aquello que había perdido antes aunque la parte central, la piedra filosofal que yo alguna vez tuve, nunca la he vuelto a encontrar. Y he buscado por kilómetros de piel.

Calamaro, según mi cuate jalisquillo, tiene el gran toque de ser poco pretencioso como poeta, suponiendo, claro, que al tipo le cuadre la etiqueta de poeta. Luego los amantes de la poesía dicen que todo compositor es un poeta que acompaña sus letras con música. Los músicos, que son equiparables en cabronería con los poetas, dicen que los poetas componen canciones pero son muy pendejos como para ponerles música. Yo prefiero no debatirme entre uno y otro arte. Lo más triste de mi caso es que la mayor parte de mis conocimientos (aún empíricos) de poesía provienen más de las canciones que de los poemas. Si alguien duda o tiene algún escrúpulo al respecto, ponga la canción de Sabina que tenga más a mano y luego comprenderá a qué me refiero. En caso de que aún piense que estoy equivocado, coja una botella y un disco de José Alfredo: la verdad aún flotará cuando usted ya se haya desplomado.

Además de la nota sobre la poética de Calamaro, mi amigo también me contó la historia del disco quíntuple de El Salmón. No me he dado a la tarea de buscar la historia real de cómo ocurrieron las cosas porque la historia estuvo tan bien contada que cualquier embadurnamiento de realidad le partiría el crisma. Me quedo con mi versión apócrifa, que es la misma que yo he contado después a las generaciones tras de mí. El Salmón.

Esta forma de volverse mito me hizo pensar también en cómo y por qué diablos los escritores no alcanzan casi nunca el status de rockstar de los músicos. Mientras iba de camino al Auditorio Siglo XXI me cayó una lluvia de terror y me dio una envidia profunda un tipo como Calamaro, que congrega multitudes y que escucha a la gente corear a todo pulmón eso que él escribió en el silencio de un estudio o que garrapateó en una servilleta. Pensé que tal vez la literatura pierde frente a la música cuando se trata del impacto del momento, pero también pensé en Segovia y concluí que no, que no es por eso que los escritores no son rockstars. Luego pensé en Julio Cortázar y sus días de fama en París; también pensé en Carlos Fuentes cobrando por asistir a su propio homenaje y concluí que el rockstar se hace a sí mismo, no tiene que ver con la música o la literatura.

Salí del concierto del Salmón un poco menos ignorante de lo que entré. Por lo menos, pude corear “La parte de adelante” y un pedazo de “Paloma”. Frente a mí una mujer de linda silueta en blusa de tirantes y poseedora también de una nariz muy pronunciada a contra luz, bailaba cantando “Elvis está vivo”. He tenido que buscar la canción en internet para ver de qué diablos va porque me la perdí por completo mirándola bailar y levantar los brazos. Una buena parte del concierto, para mí, fue ese momento. También fue el momento en el que marqué a una mujer de antaño para que escuchara conmigo “Crímenes Perfectos” y me bebí todo mi dinero en un vaso desechable de cerveza pensando en nuestro brevísimo tiempo juntos y felices: el tiempo exacto que duró bailar un tango tan triste como una película argentina.
Tuve que caminar a mi casa y ahí le marqué a la responsable de que pudiera asistir al concierto muy a pesar de mis limitaciones económicas. Le di las gracias con efusividad sobrada y me dio mucho gusto que tomara mi llamada, a pesar de que los dos sabemos que ya no es momento de contarnos cuanta madre por teléfono. Hace meses, la besaba, la besaba, la besaba hasta encenderla a toda ella. Ahora, ya no es mi mujer ni lo será nunca más porque dejé de amarla en un poema de Tomás Segovia y pensé que podría recuperarla como a una canción de Calamaro.
Pero ella ya es inmune a mí.

Vi algunos de los videos que tomé del concierto. Están terriblemente fuera de foco y el audio no se entiende un carajo. Lo peor: hay una silueta que baila “Elvis está vivo” a la que no se le puede mirar la blusa de tirantes blancos ni la nariz a contraluz. Sólo queda recordarla con una canción y esperarla a ver si vuelve con algún poema.

Amanecí muy crudo y a Calamaro le robaron su laptop. Hay un precio a pagar por las buenas memorias. Creo que a mí me salió más barato.

lunes, 22 de junio de 2009

LA POETICA ESQUIVA

Antes yo escribía cuentos, pero leía nada más novelas. Creo que tan sólo había leído las Narraciones Extraordinarias de Poe y algunos relatos de Kafka, como El Artista del Hambre. Esto me hace sonar tristemente similar a un estudiante de Letras, sólo la realidad de que nunca lo fui más allá de un semestre me quita el asco de la boca. Luego me tocó chutarme más a huevo que de ganas los cuentos del Llano en Llamas y mire usted mi estupidez (que se me habría quitado parcialmente si hubiera estudiado Letras) hasta entonces me di cuenta de que el cuento era un género en sí mismo y no una especie de subproducto anormal y deleznable de la novela.
Si acaso me leí el Llano en Llamas fue porque venía pegado con Pedro Páramo en una edición que mi abuela tenía en altísima estima, entonces, se me hacía una descortesía mayúscula no leerlo de cubierta a cubierta. Curiosamente, ahí me encontré el cuento de Macario que nos había dejado de tarea un profesor de Español en la secundaria. Ya vuelto a leer, me pareció que le había pegado a una veta grande, una maravilla. Lo mismo me pasó muchos años después con el cuento de Cortázar en el que a un señor se le caen unos lentes: yo lo había leído en la primaria en un libro de texto gratuito de esos que se hacían con el mismo papel con el que se envolvían las tortillas allá en los mugrosos años ochenta, una década alejada por completo, ya no digamos del glamour, sino de la más mínima decencia (acuérdense de Miguel de la Madrid y de Alaska y Dinarama, para que mi tesis se vea sustentada).
A Cortázar yo lo había leído poco. Rayuela, en novela y Alguien que anda por ahí, una antología de cuentos suyos en la que figuraba un cuento que me pareció pésimo sobre una mujer que se coge a un gondolero de Venecia. Pero ese cuentito de los lentes que está en Historias de Cronopios y de Famas me hizo recordar que, en efecto, yo había leído más cuento del que recordaba. En parte, otra vez, por mi abuela. Ella hablaba con una fascinación muy curiosa sobre Octavio Paz y sobre Juan José Arreola (también de Hemingway, pero esa, es otra historia). Al parecer, ambos eran estrellas de Televisa en un tiempo en que la televisión era el objeto de devoción que ahora es el Internet. Por su causa y por su culpa, me compré un libro de cuentos del tal Arreola y me gustó bastante. También lo leí porque alguien me había hablado de Borges y esa misma persona olvidada me contó que Borges pensaba en Arreola como un gran cuentista. Luego siguió la cosa por Horacio Quiroga y por antologías de diversos calibres. (Aquí incluyo una confesión que no me avergüenza: nunca me he leído un cuento de Chejov ni de ningún ruso, para este caso). Pero lo que más curioso me pareció, ya después de algunos añitos de leer más y escribir con menos frenetismo, era que muchos de los escritores de cuento por antonomasia se dedicaron también a comentar sobre el cuento. Esto me llevó a pensar que, quizás igual que a mí, el cuento les parecía un subproducto anormal y deleznable de la novela, entonces, tenían que justificar por qué cabrones habían escrito tantos cuentos. Ya después, en largas pláticas con algunos que sí habían estudiado Letras, me di cuenta de que todo esto se llamaba hacer Poética (un término que, a la fecha, escapa a mis facultades de comprensión, como también escapan Entropía y Self-Branding) y que los poetas también lo hacían. Más aún, lo más gozoso de todos estos Decálogos y Comentarios que a veces me echo para matar el tiempo en lo que se descargan mis videos del youtube, fue darme cuenta de que muchas veces la gente acaba hecha pelotas en sus propias poéticas y que esto no es por falta de conocimiento, sino porque, al final, de veras uno no acaba sabiendo bien a bien por qué unos poemas, cuentos o novelas funcionan y otros no. Muy a pesar de lo que digan aquellos que tuvieron el valor de darme clases de Literatura en la prepa y de lo que sustenten algunos de los egresados de Letras, yo sí creo que hay algo que siempre queda por decir y que uno no sabe qué carajo es. (Aquí llego al punto obligado que uno de esos diablillos me advirtió que llegaría: “Harás poética”, me dijo, y yo me reí mucho).
Actualmente volví a escribir cuento después de muchos viajes por otras artes. Quise componer canciones, pero todo lo que escribía sonaba a Shakira, Jeans o Arjona. Entonces lancé la guitarra muy lejos y traté de recobrar el arte perdido de hacer poemas con peores resultados. (Una ex novia mía aseguró que mis poemas requería de una traducción al margen, tan malos eran. Nunca más he vuelto a escribir un verso y me da un orgullo enorme). También pensé en escribir esa especie de subgénero inestable como nitroglicerina que es el ensayo, aunque entonces yo no sabía que tuviera un nombre. (El resultado son estas líneas rayanas en el idiotismo que usted lee). Así que volví al cuento.
Una chica me sugirió que escribiera novela, pero dejé la sugerencia en “veremos” porque la misma chica me sugirió que nos fuéramos a vivir juntos a París. O sea que no todas sus ideas eran brillantes, aunque sí muy bien intencionadas. El tiempo lo dirá.
Cerraré esta entrada ahora mismo, pues creo que me he salvado, por los pelos, de hacer algún tipo de poética. Bendito sea Dios.

domingo, 21 de junio de 2009

SOBRE LA MUERTE DE CYPHER




Admiro, y de verdad que los admiro mucho, a los teóricos. Los admiro sobre todo porque ellos no intuyen nada, sino que lo leen todo. Seguramente todos han estado tomándose un café con alguien y luego un tercero (o un cuarto, porque hay mesas que sí tienden a llenarse, yo tiendo a hacer que la gente salga corriendo) lanza el título de un libro y luego de otro y otro más. Entonces uno no puede más que poner cara de entendido y dice lo que le han dicho sobre el libro, aclarando, por supuesto, que sólo lo hojeó o lo vio citado en algún otro lugar, lo que muchas veces (en mi caso) es una mentira gorda. Pero el otro tipo de la mesa lo leyó (o los leyó) varias veces e incluso puede citarlos.

Esto me pasa sobre todo con libros teóricos. Quizás por eso nunca he logrado escribir ensayos rigurosos con decencia y mis breves intentos en ese género tienen más citas de la Biblia y de algunas películas que de cualquier otra fuente (lo escribiré aunque el término me dé náuseas) académica. A ratos he picoteado en volúmenes de filosofía, pero no muy profundamente. Creo que he intentado leer “Las palabras y las cosas” de Foucault como ocho veces pero me río cuando cita a Borges y luego me duermo profundamente soñando con el Diccionario Chino o con lo último que había visto en la televisión. Creo que eso es, además de otros defectos de personalidad, lo que me hace responder con una estupidez ejemplar a las preguntas que me han hecho cuando se me ha ocurrido la idea igual de estúpida de decir que escribo. “¿Te parece que está dentro del deber ser del cuento actual el anticlimatismo?” Bueno, yo no sabía que los cuentos actuales eran anticlimáticos (además, apenas estoy seguro de qué es ser anticlimático, creo que el término lo leí en una revista literaria, pero no lo recuerdo muy bien). Otra vez oí que la gente hablaba de que la literatura contemporánea rompe con la literariedad de la obra y el procesador de palabras en mi cabeza subrayó el término con rojo. Yo me quedé callado hasta que alguien habló de lo que había en el cine o de series de la televisión, entonces imité la voz de Rocky Balboa y me aceptaron de nuevo en la conversación.

Hasta aquí parecería que me estoy vendiendo barato. Es más accesible para mí mostrarme como un perfecto pelmazo y reducir toda posibilidad de generar expectativa porque si hiciera lo contrario me costaría mucho trabajo no decepcionar a la gente. Claro que leo. Leo menos de lo que quisiera, pero leo. Es sólo que leo ficción: cuentos y novelas. Así aprendí a escribir: imitando las historias que me gustaban más y luego leyéndolas para ver por qué diablos yo no podía contar una Metamorfosis como Kafka a pesar de que los dos hubiéramos convertido al personaje en bicho. Asesiné a mis personajes durante años, pero nunca conseguí los efectos de Shakespeare. Lo que en él parecía una genialidad en mí parece un recurso facilón y bastante flojo. Sin embargo, aprendí a convertir a los personajes en bichos y también a matarlos. Algo gané. En términos teóricos no sé qué diablos significa eso, pero en términos prácticos significa que una vez que la suerte está echada no hay modo de caminar hacia atrás porque en la vida como en la literatura hay cosas irreversibles como la transformación o la muerte.

Una vez hablábamos de esta y otras cosas con un camarada. Él dijo que tenía más libros de teoría que de ficción o de poesía en su casa. En pocas o más palabras, él dejó de acercarse a la literatura con inocencia y luego dio un ejemplo que me hizo reír mucho: dijo que, como en la película Matrix, él ya sólo veía el código, es decir, el modo en que estaba armada la historia y eso hacía que no pudiera sorprenderse. Pensé en eso muchas veces. Sobre todo porque en las secuelas de Matrix, se ve clarito que Neo también ve el código, pero igual no deja de abrazar el cadáver de Trinity para devolverle la vida y sigue haciendo cara de esfuerzo y de dolor cuando el Smith le patea el cráneo. Lo que quiero decir es que no me molesta que, de cuando en cuando, uno pueda ver el código. Lo molesto en verdad sería que uno dejara de sorprenderse o de reaccionar a él.

Un comentario más. El tipo que dice ver el código en la primera película, lo dice con una cara de aburrido que no puede con ella. Ese tipo es el mismo que, eventualmente, se convierte en el traidor.