Antes yo escribía cuentos, pero leía nada más novelas. Creo que tan sólo había leído las Narraciones Extraordinarias de Poe y algunos relatos de Kafka, como El Artista del Hambre. Esto me hace sonar tristemente similar a un estudiante de Letras, sólo la realidad de que nunca lo fui más allá de un semestre me quita el asco de la boca. Luego me tocó chutarme más a huevo que de ganas los cuentos del Llano en Llamas y mire usted mi estupidez (que se me habría quitado parcialmente si hubiera estudiado Letras) hasta entonces me di cuenta de que el cuento era un género en sí mismo y no una especie de subproducto anormal y deleznable de la novela.
Si acaso me leí el Llano en Llamas fue porque venía pegado con Pedro Páramo en una edición que mi abuela tenía en altísima estima, entonces, se me hacía una descortesía mayúscula no leerlo de cubierta a cubierta. Curiosamente, ahí me encontré el cuento de Macario que nos había dejado de tarea un profesor de Español en la secundaria. Ya vuelto a leer, me pareció que le había pegado a una veta grande, una maravilla. Lo mismo me pasó muchos años después con el cuento de Cortázar en el que a un señor se le caen unos lentes: yo lo había leído en la primaria en un libro de texto gratuito de esos que se hacían con el mismo papel con el que se envolvían las tortillas allá en los mugrosos años ochenta, una década alejada por completo, ya no digamos del glamour, sino de la más mínima decencia (acuérdense de Miguel de la Madrid y de Alaska y Dinarama, para que mi tesis se vea sustentada).
A Cortázar yo lo había leído poco. Rayuela, en novela y Alguien que anda por ahí, una antología de cuentos suyos en la que figuraba un cuento que me pareció pésimo sobre una mujer que se coge a un gondolero de Venecia. Pero ese cuentito de los lentes que está en Historias de Cronopios y de Famas me hizo recordar que, en efecto, yo había leído más cuento del que recordaba. En parte, otra vez, por mi abuela. Ella hablaba con una fascinación muy curiosa sobre Octavio Paz y sobre Juan José Arreola (también de Hemingway, pero esa, es otra historia). Al parecer, ambos eran estrellas de Televisa en un tiempo en que la televisión era el objeto de devoción que ahora es el Internet. Por su causa y por su culpa, me compré un libro de cuentos del tal Arreola y me gustó bastante. También lo leí porque alguien me había hablado de Borges y esa misma persona olvidada me contó que Borges pensaba en Arreola como un gran cuentista. Luego siguió la cosa por Horacio Quiroga y por antologías de diversos calibres. (Aquí incluyo una confesión que no me avergüenza: nunca me he leído un cuento de Chejov ni de ningún ruso, para este caso). Pero lo que más curioso me pareció, ya después de algunos añitos de leer más y escribir con menos frenetismo, era que muchos de los escritores de cuento por antonomasia se dedicaron también a comentar sobre el cuento. Esto me llevó a pensar que, quizás igual que a mí, el cuento les parecía un subproducto anormal y deleznable de la novela, entonces, tenían que justificar por qué cabrones habían escrito tantos cuentos. Ya después, en largas pláticas con algunos que sí habían estudiado Letras, me di cuenta de que todo esto se llamaba hacer Poética (un término que, a la fecha, escapa a mis facultades de comprensión, como también escapan Entropía y Self-Branding) y que los poetas también lo hacían. Más aún, lo más gozoso de todos estos Decálogos y Comentarios que a veces me echo para matar el tiempo en lo que se descargan mis videos del youtube, fue darme cuenta de que muchas veces la gente acaba hecha pelotas en sus propias poéticas y que esto no es por falta de conocimiento, sino porque, al final, de veras uno no acaba sabiendo bien a bien por qué unos poemas, cuentos o novelas funcionan y otros no. Muy a pesar de lo que digan aquellos que tuvieron el valor de darme clases de Literatura en la prepa y de lo que sustenten algunos de los egresados de Letras, yo sí creo que hay algo que siempre queda por decir y que uno no sabe qué carajo es. (Aquí llego al punto obligado que uno de esos diablillos me advirtió que llegaría: “Harás poética”, me dijo, y yo me reí mucho).
Actualmente volví a escribir cuento después de muchos viajes por otras artes. Quise componer canciones, pero todo lo que escribía sonaba a Shakira, Jeans o Arjona. Entonces lancé la guitarra muy lejos y traté de recobrar el arte perdido de hacer poemas con peores resultados. (Una ex novia mía aseguró que mis poemas requería de una traducción al margen, tan malos eran. Nunca más he vuelto a escribir un verso y me da un orgullo enorme). También pensé en escribir esa especie de subgénero inestable como nitroglicerina que es el ensayo, aunque entonces yo no sabía que tuviera un nombre. (El resultado son estas líneas rayanas en el idiotismo que usted lee). Así que volví al cuento.
Una chica me sugirió que escribiera novela, pero dejé la sugerencia en “veremos” porque la misma chica me sugirió que nos fuéramos a vivir juntos a París. O sea que no todas sus ideas eran brillantes, aunque sí muy bien intencionadas. El tiempo lo dirá.
Cerraré esta entrada ahora mismo, pues creo que me he salvado, por los pelos, de hacer algún tipo de poética. Bendito sea Dios.
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