Una vez, en Jalisco, un amigo me dio un aventón al hotel donde me estaba quedando. Traía a Calamaro en el carro, creo que era el disco de Alta Suciedad. Yo no conocía más que una o dos canciones de él y, en realidad, las conocía nada más por la radio o por la casualidad. Con el corazón despedazado, había visto una película argentina más triste que un tango en la que aparecía una canción de Calamaro en el soudtrack, la de “Crímenes Perfectos”. Me la aprendí en la guitarra y la canté mucho, mucho tiempo. Le comenté este incidente algo penoso a mi amigo y él buscó la canción y la escuchamos. Nos quedamos un buen rato platicando ahí en el carro sobre la música del tipo y sobre todo de sus letras. Con algo de miedo, entré a la conversación y digo “miedo” porque regularmente fracaso cuando tengo que emitir alguna apreciación sobre poesía. Muy a pesar de mis esfuerzos y mis emociones, mis comentarios nunca pasan de “Me gusta”/”No me gusta”. Una vez, una amiga leyó en una clase “Besos” de Tomás Segovia y nada más dije eso: “Me gusta”, pero quería tirarme a llorar ahí mismo porque cuando una mujer se encendía como una farola y flotaba locamente en la noche, yo comprendí que en ese mismo instante había dejado de amar a la mujer que entonces era mi mujer y que ya nunca más lo sería.
Calamaro no tuvo exactamente ese efecto aquella vez que escuché “Crímenes Perfectos”. El efecto fue menos devastador porque de cualquier manera mi edificio ya estaba demolido. En todo caso, tuvo un efecto realmente constructivo porque la terapia de cantar tanta tristeza mierdera me acercó a una o a dos chicas de los más altos estándares de calidad estética que se enamoraron de un hombre con una guitarra prestada y una canción que no era suya. En sus manos encontré algunas piezas de aquello que había perdido antes aunque la parte central, la piedra filosofal que yo alguna vez tuve, nunca la he vuelto a encontrar. Y he buscado por kilómetros de piel.
Calamaro, según mi cuate jalisquillo, tiene el gran toque de ser poco pretencioso como poeta, suponiendo, claro, que al tipo le cuadre la etiqueta de poeta. Luego los amantes de la poesía dicen que todo compositor es un poeta que acompaña sus letras con música. Los músicos, que son equiparables en cabronería con los poetas, dicen que los poetas componen canciones pero son muy pendejos como para ponerles música. Yo prefiero no debatirme entre uno y otro arte. Lo más triste de mi caso es que la mayor parte de mis conocimientos (aún empíricos) de poesía provienen más de las canciones que de los poemas. Si alguien duda o tiene algún escrúpulo al respecto, ponga la canción de Sabina que tenga más a mano y luego comprenderá a qué me refiero. En caso de que aún piense que estoy equivocado, coja una botella y un disco de José Alfredo: la verdad aún flotará cuando usted ya se haya desplomado.
Además de la nota sobre la poética de Calamaro, mi amigo también me contó la historia del disco quíntuple de El Salmón. No me he dado a la tarea de buscar la historia real de cómo ocurrieron las cosas porque la historia estuvo tan bien contada que cualquier embadurnamiento de realidad le partiría el crisma. Me quedo con mi versión apócrifa, que es la misma que yo he contado después a las generaciones tras de mí. El Salmón.
Esta forma de volverse mito me hizo pensar también en cómo y por qué diablos los escritores no alcanzan casi nunca el status de rockstar de los músicos. Mientras iba de camino al Auditorio Siglo XXI me cayó una lluvia de terror y me dio una envidia profunda un tipo como Calamaro, que congrega multitudes y que escucha a la gente corear a todo pulmón eso que él escribió en el silencio de un estudio o que garrapateó en una servilleta. Pensé que tal vez la literatura pierde frente a la música cuando se trata del impacto del momento, pero también pensé en Segovia y concluí que no, que no es por eso que los escritores no son rockstars. Luego pensé en Julio Cortázar y sus días de fama en París; también pensé en Carlos Fuentes cobrando por asistir a su propio homenaje y concluí que el rockstar se hace a sí mismo, no tiene que ver con la música o la literatura.
Salí del concierto del Salmón un poco menos ignorante de lo que entré. Por lo menos, pude corear “La parte de adelante” y un pedazo de “Paloma”. Frente a mí una mujer de linda silueta en blusa de tirantes y poseedora también de una nariz muy pronunciada a contra luz, bailaba cantando “Elvis está vivo”. He tenido que buscar la canción en internet para ver de qué diablos va porque me la perdí por completo mirándola bailar y levantar los brazos. Una buena parte del concierto, para mí, fue ese momento. También fue el momento en el que marqué a una mujer de antaño para que escuchara conmigo “Crímenes Perfectos” y me bebí todo mi dinero en un vaso desechable de cerveza pensando en nuestro brevísimo tiempo juntos y felices: el tiempo exacto que duró bailar un tango tan triste como una película argentina.
Tuve que caminar a mi casa y ahí le marqué a la responsable de que pudiera asistir al concierto muy a pesar de mis limitaciones económicas. Le di las gracias con efusividad sobrada y me dio mucho gusto que tomara mi llamada, a pesar de que los dos sabemos que ya no es momento de contarnos cuanta madre por teléfono. Hace meses, la besaba, la besaba, la besaba hasta encenderla a toda ella. Ahora, ya no es mi mujer ni lo será nunca más porque dejé de amarla en un poema de Tomás Segovia y pensé que podría recuperarla como a una canción de Calamaro.
Pero ella ya es inmune a mí.
Pero ella ya es inmune a mí.
Vi algunos de los videos que tomé del concierto. Están terriblemente fuera de foco y el audio no se entiende un carajo. Lo peor: hay una silueta que baila “Elvis está vivo” a la que no se le puede mirar la blusa de tirantes blancos ni la nariz a contraluz. Sólo queda recordarla con una canción y esperarla a ver si vuelve con algún poema.
Amanecí muy crudo y a Calamaro le robaron su laptop. Hay un precio a pagar por las buenas memorias. Creo que a mí me salió más barato.